Las imágenes que son tradicionalmente difundidas sobre el tema de la evolución, como la transición del mono al hombre, la extinción de los dinosaurios, y otras similares, son utilizadas como marco propagandístico, pero carecen de la fuerza demostrativa que los evolucionistas les adjudican.
Datos como las similitudes genéticas, metabólicas y estructurales entre las especies no son suficientes para impresionar a los detractores del evolucionismo, porque ellos se encuentran dominados por otro esquema de creencias, donde tranquilamente pueden despreciar la realidad circundante.
Para sacudir su ancestral rechazo de la doctrina evolutiva es necesario demostrar que la evolución funciona de modo “inteligente”, esto es, que imita la inteligencia Divina sin tener los Poderes de la Divinidad. Aquí es donde resulta pertinente traer a colación la controversia entre el darwinismo y el lamarckismo. Según la anacrónica versión oficial del darwinismo, la evolución camina totalmente a ciegas, por cambios azarosos en las moléculas de la herencia, donde los cambios benéficos para la supervivencia son favorecidos por el Poder discriminatorio de la selección natural.
Sin embargo, la realidad desmiente ese modelo explicativo, por la sencilla razón de que, con demasiada frecuencia, no existen diferencias genéticas significativas entre los que mueren y los que sobreviven. Precisamente por la ausencia de patrones regulares en los cuadros de muerte y supervivencia, el concepto de selección natural se convierte en una fantasía, tan alejada de la realidad como la fábula de la olla de oro en un extremo del arcoiris.
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